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Mostrando entradas de julio, 2012

Una Vieja Amiga.

    Hace un par de días volví a encontrarme con ella. Estaba intentando que mi piel fuera cogiendo su color veraniego de una forma natural, dejando que se tomara su tiempo, que cumpliera con cada una de sus fases de desarrollo sin prisas, y no encontré mejor crema que la de anclar mis pies descalzos bajo la orilla de una playa a media mañana, sentir el vaivén de una olas entre susurros y embestidas del aire, y advertir cómo los tobillos de uno se van solapando a los hilvanes de un mar que a esas horas ya se había pintado la cara con coloretes de inocencia.     Suelo hacerlo a menudo. Tanto en verano como en invierno. Me acerco de manera sigilosa hasta ese borde fronterizo que no deja claro donde acaba lo seco y donde empieza lo húmedo para oír, en parte, a ese mar del que tan preso soy, y para escuchar, por otra parte, lo que soy capaz de contarle entre murmullos de silencios. Sus respuestas, puestas en boca de esa espuma que se esfuma entre los dedos de los ilusos,

El color del llanto.

  A lo largo de mi vida he visto deambular por mis mejillas multitud de lágrimas, señal inequívoca de que mi corazón desata sus costuras de vez en cuando para romper aquellos silencios incómodos e hirientes, para acallar a una rabia que por momentos no le deja articular palabra o para enfrentarse a una tristeza que se viste de miradas y abrazos envenenados. Es una manera simple y personal de vaciarnos por dentro, de zarandear a nuestras heridas, de acunar a nuestras nuevas cicatrices y de tomar aire para enfrentarnos a unos recuerdos que el tiempo irá tejiendo entre pespuntes de nostalgias. Reconozco que me cuesta romper a llorar, que a veces intento hacerme el fuerte ante situaciones que me desbordan, que me agarro con ímpetu a la barandilla de la hombría porque eso es lo que los demás esperan de mí, pero en el fondo soy igual de vulnerable que los demás y, cuando exploto a llorar, lo hago sin miramientos ni remordimientos. Así, y echando la vista hacía atrás, m