Los nervios de un nuevo
encuentro ante Ti me hicieron despertar ayer domingo con una sonrisa distinta
en mi cara. Al abrir los ojos abandoné entre mis sábanas al sueño que en esos
momentos envolvía mi piel, y junto al frío que se colaba inquieto por la
ventana me fui vistiendo para ir a verte.
Al llegar a ese jardín en que se convierte cada mañana de septiembre tu plazoleta, todas las flores y palmeras de aquel lugar añejo coloreaban con sus aromas sus nervios e inquietudes, pues este año se habían propuesto robarte la pena que a cada segundo te va martirizando.
Llevaban meses con esa idea
rondándoles la cabeza. Lo habían hablado con las palomas, con los adoquines y
con las sombras; la luna y las estrellas fueron cómplices de aquel secreto, y
el mismo aire, ese que juguetea con los caprichos de tus alfileres, desveló el
recorrido que ibas a seguir.
Se sentían fuertes en sus
intenciones, querían compartir con la Madre de Dios ese escarnio que supone ver
cada día la muerte de un hijo, deseaban aliviar la pena, anhelaban tu descanso,
pero al franquear tu dolor el dintel de aquella humillada capilla, todo se les
vino abajo, como un castillo de naipes entre las manos de un niño, dejando un
escalofrío tibio recorrer sus miradas al no poder levantarlas cuando pasaste a
su vera.
Al dejar atrás aquel jardín
de piedras y bancos, giré la cabeza hacia esa plazoleta donde se esconden las
lágrimas, donde se forjan las promesas, donde nacen las quimeras, y al meter mi
hombro maltrecho sobre tu paso salpicado de plata, lo entendí todo.
Así, pude entender que ese
dolor que sufres en silencio, es sólo tuyo; que esa piel que a tiras te van
descosiendo de tu alma, es solo tuya; que esa tristeza adosada a los tiempos,
sólo Tu la conoces; que te duelen más el rencor y el odio que el filo de los
cuchillos, que darías hasta tu última gota de sangre por volver a parir sin
dolor al que arrebataron de tus entrañas, y entendí, cuando las fuerzas
empezaron a flaquear, lo que aquel jardín asumió con resignación, pues la rosa que
sostienes entre tus brazos, si alguien osara arrancártela, haría que el cielo
volviera a rasgarse, que la tierra de nuevo temblara, y que los latidos de tu
corazón -y el mío-, carecieran de
sentido.
Precioso el texto que nos dejas, ojalá no hubiesen Madre e Hijo tenido que pasar lo que pasaron, aunque nos hubiesen dejado sin Semana Santa.
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