La conozco desde hace años y sé, por
sus ausencias, que no anda demasiado bien. No me lo quiere confesar por temor a
romper sus murallas cimentadas en cristal, pero lleva unas semanas con la
angustia y la tristeza envolviendo sus alientos. El último revés que la vida le
ha dado ha sido desmedido, siente que le ha pillado ya mayor, casi sin fuerzas,
y la esperanza a que esta situación cambie la está consumiendo poco a poco.
Apenas come. Apenas habla. Apenas
duerme.
Se pasa las tardes rumiando sobre
una butaca preguntas que atraviesan sus dudas. Deshoja entre sus dedos el
anhelo de retorcer el tiempo para que éste empiece a corretear de nuevo. Se
castiga con cada sollozo, y de tanto flagelarse se ha llegado a creer que la
culpa en esta historia sólo la ha tenido ella.
En la distancia que nos une me la
imagino arrastrando sus pies al maquillarse la luna, y al acercarse hasta una
habitación desahuciada por el egoísmo y las prisas, esperará en silencio a que en
sus pupilas aparezca una cama con las sábanas revueltas. Al ver que todo sigue
igual que ayer, volverá a cerrar una habitación que vale más por lo que escucha
que por lo que cuenta.
A estas alturas de mi vida acepto
las reglas que ésta dispone para que la propia vida sea quien se alce con la
victoria de una batalla bastante desigual. Convivo desde hace años con traiciones,
decepciones, engaños; con maldades, guantadas a dos manos, desilusiones; con envidias,
celos, frustraciones,… pero lo que no logro, lo que no asumo, lo que no consigo
entender es que existen cartas marcadas de antemano con el sufrimiento de una
madre en el anverso de las mismas.
Como hombre que soy reconozco que no
soporto el dolor. Me quejo con el roce más nimio y pienso que la parca está en el salón de mi casa esperando
a tachar mi nombre de su lista cuando pillo un simple resfriado, pero desde
esta tribuna donde mis pensamientos vuelan de manera libre quiero confesar que
esta tortura que estoy leyendo día a día en los ojos de esa madre es el
tormento más grande al que jamás me he sometido.
No sé qué palabras emplear para aliviarla.
No sé qué decirle para que calme sus nervios. No sé cómo ayudar a una madre que
convive con la ansiedad instalada sobre su pecho.
Sufro cuando ella sufre, lloro
cuando ella llora, me enrabio cuando ella se enrabia, y aunque es duro sentir
la impotencia remontar por los poros de mi piel cada vez que la acaricio,
necesito sentirla, rodearla, envolverla con mis brazos cada vez que la veo.
Ojalá que todo esto que estamos
viviendo sea solo una mala jugada del destino; ojalá que dentro de poco seamos
capaces de ver como todo vuelve a su cauce y ojalá, algún día, pueda romper en
mil pedazos esas malditas cartas marcadas que tanto daño le hacen.
Nunca te olvides de recordarme que has escrito algo, logras con tus palabras que forme parte de tu historia.
ResponderEliminarNo hay consuelo, a veces en la vida, y la reacción de cerrar la boca para comer y para hablar se le aproxima un poco.
Tiempo.
Es lo único que cura las heridas del alma.
Besos
Me gusta, veo verdad y sentimiento en tus líneas.
ResponderEliminarSaludos,
Boris.
Nunca dejas de sorprenderme, has plasmado con total acierto los sentimientos de aquellas personas que sufren por los seres queridos que estan pasando malas rachas y malos momentos.
ResponderEliminarMe has encogido el alma con este relato, es como una espinita que se va clavando con cada palabra leída.
Bravo mi escritor, nadie como tú para expresar esos sentimientos tan intensos, un beso muy fuerte.
Gracias, Alberto.
ResponderEliminarEs cierto, hay cartas marcada; hay parte de nuestro destino escrito ante el que solo vale la aceptación. Como también es cierto que no hay dolor más amargo que el de una madre, y que este texto es desgarrador y profundo.
ResponderEliminarUn placer leerte.
Saludos.