Sin apenas darnos cuenta vamos depositando
los resguardos de nuestros días, las nostalgias del ayer o las lágrimas que el
viento no sabe cómo secar entre los poros de nuestra piel.
Esa piel que crece con nosotros a la par,
tapizando nuestros miedos, solapando nuestras emociones y ahuyentado nuestras
dudas, es la misma piel que muda de color cuando las ausencias nos pellizcan el
alma, y ayer por la tarde las mías me pidieron la venía para que fueran
revividas.
Lo que estas ausencias no saben es que
ellas no necesitan amoratarme el corazón para que las recuerde cada vez que el
calendario se viste del luto, pues desde que se marcharon las llevo arrimadas a
mis pulsos, viven contiguas a mis pisadas, florecen pegadas a mis sueños y cada
vez que abro los ojos al despertarse la mañana, las acaricio antes de abandonar
mi cama.
No necesito un día con coloretes para
acordarme de los que ya no están a mi lado. Sé que desde que partieron han
estado ahí, cerquita de mi silueta, pespuntando mi cintura para que no pierda
el equilibrio cuando mis pies tropiezan en la noche, pero los hecho tanto de
menos que he tenido que aprender a convivir con esa sensación que te ahoga, que te duele, que te quema cada
vez que suspiras y el frío se asoma por la rendija de la melancolía y no tengo esas
manos que le puedan dar calor a las palmas de mis cicatrices.
Cada cierto tiempo alzo la mirada buscando a
los que me faltan entre las nubes, da igual el día o la estación del año; y lo
hago con la esperanza de que sin nombrarlos me guiñen un ojo y así puedan decirme
que allá arriba están bien, que no tenga ninguna prisa por ir a abrazarlos, que
ellos me están esperando junto a los cuentos que me faltaron por escuchar, las
puestas de sol que no divisamos, los consejos que rebuscando entre las
preguntas que me oprimen nunca encuentro, el salpicado de orgullo que les
produce el verme caminar como un hombre, las sonrisas que me faltaron cuando al
girar la cabeza no encontraba las suyas, los besos de buenas noches, las
caricias en mi rostro cada vez que cumplía años, los pañuelos tendidos al sol
para que se secasen mi rabia y mi ira, sus susurros, mis apretones, nuestros
mosqueos,…
Es lo que tiene el tener en un balcón de la
gloria a seres queridos y no apostados en un calendario de hojas caducas.
Así, cada vez que se alza el levante con ganas
de fiesta o la lluvia golpea con insistencia los charcos de mi memoria, se acercan
hasta mi casa el aroma de sus palabras, el perfume de sus mimos, el manoseo de
las anécdotas o el roce de fotografías donde ellos causan baja, desahuciando a
un color sepia que no entiende de matices humanos.
Estos son mis recuerdos tatuados, los que
llevo amarrados con hilos de ternura a los bolsillos de mi piel, esa piel que me
escuece cada vez con más insistencia cuando al leer la letra pequeña de la vida
vuelvo a sentir el correteo de un llanto que jamás ha descansado desde que mis
ausencias partieron a la otra vida.
Cuando se van se pasa mal, pero siempre pienso que lo mejor que me ha pasado es que han estado conmigo.
ResponderEliminarSigue mandándome tus post, no te olvides.
Besos
Unas letras tan hermosas como tristes. Has dejado una huella de lirismo en tu post de hoy.
ResponderEliminarBesos