El
pasado veintiocho de febrero la comunidad autónoma andaluza se levantó de la
cama orgullosa, altanera, eufórica, con la sonrisa en sus calles y saboreando
el acento en cada saludo, en cada desayuno, sabedora en su interior de que todo
el mundo la buscaría a lo largo de ese
día para volver a mirarla con anhelo y envidia.
Anhelo porque saben
que el sol se refleja de manera distinta sobre nuestras celosías y azoteas, y
envidia porque los andaluces, en el fondo, somos un pueblo que sabe vivir muy
bien, que se toma la vida con sorbos de gracia y con un age que ya quisieran otros y que para mayor regodeo de nuestro ego íbamos
a disfrutar de un puente de cuatro días de esos que quitan el hipo sólo de
pensarlo.
Es lo que tiene
ser andaluz y son los beneficios que nos da el respirar el aire que se pierde por
la Baja Andalucía.
Pero una semana
después, ese sentimiento autonómico que nos hinchaba el pecho se ha ido
esfumando de nuestros pulmones; y por las arterias de las ciudades ya no se ve
el ondear de esa bandera blanca y verde que vuelve a nosotros cansada tras
siglos de guerras; y por mucho que nos empeñemos desde que nuestra onomástica
terminó hemos vuelto a convertirnos en los bufones de un reino que mira con
indiferencia todo aquello que proceda del Sur una vez que los carnavales
terminaron.
Es lo que tiene
sacar a relucir nuestras raíces, nuestras señas de identidad, nuestros emblemas;
nuestros colores, nuestro himno, nuestra historia; nuestro arte, nuestro
descaro, nuestra forma de hacernos entender cuando nos dicen que hablamos muy
rápido.
Es lo que tiene asumir
las desgracias de no saber hacer la “o” como un canuto, de quedarnos con la
cara partida cuando nos pisotean una y otra vez por nuestra forma de creer, de
lamernos las heridas con nuestra propia sal cuando nadie es capaz de tender su
mano para que salgamos del pozo en el que estamos inmersos.
Es lo que tiene abrir
las fronteras de nuestro mar a todo aquel que no duda en escupir sobre su
orilla cuando se va, en ser el gracioso de turno en cada convite de piedra al
que asistimos, en ver cómo nos siguen robando la ilusión y el futuro cuando
unos cuantos queremos devolver a esta tierra aquello que en su día recibimos de
ella.
Pero ese es el
precio que tenemos que pagar cuando enarbolamos la bandera del andalucismo tan
solo un día al año, radicando ahí parte de nuestras desventuras, ya que nuestra
fiesta grande se ha convertido en una efemérides más, en una mención mas, tal como
le sucede al día de San Valentín, al Día de la Paz, al Día del Maestro, al de
la mujer trabajadora,…
Quizás pensar así
roce lo absurdo, o quizás el absurdo sea yo por pensar de esta forma - como
alguien me señaló el otro día-, pero me
gustaría ver, sentir y escuchar cómo los andaluces somos libres para ser
“andaluces” todos los días del año, y no solo el ultimo día del mes de febrero.
Eso nos pasa por hacer partidismo de nuestra bandera, y a los mandamas, 30 años que llevan gobernando les importa un pito, se hacen la foto y la única diferencia es, que están mas viejos...saludos amigo ...
ResponderEliminarFelicidades por el post.
ResponderEliminarSaludos.
Felicidades!!
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