Buceando
estos últimos días de cuaresma entre las leyendas y los mitos que cuentan sobre
las gentes del sur y nuestra peculiar manera de vivir la vida, me ha venido a
la cabeza aquella vieja historia que mi abuela me contaba sobre los vientos y
las veletas.
Solía relatármela
cuando la primavera caminaba aun de puntillas sobre el mes de marzo, en ese
instante en el que las horas del mediodía iban a buscarse al espejo de la gracia
para ajustarse su traje de cortejo con el que comenzar a alterar los corazones más
apocados.
La abuela Teresa acomodaba
sus arrugas sobre su cansado hábito carmelita para dibujarme, sobre los ejes
cartesianos de su delantal de cuadros, cómo los vientos del lugar iban
robándole besos y caricias a unas veletas que giraban desesperadamente sobre sus
propios ejes intentando desanclarse de sus forjados destinos.
Según ella me contaba esta
era la manera que tenía la brisa de rellenar sus alforjas de recuerdos con los
que poder respirar cada vez que en una esquina del norte tenía que enfrentarse
a un carácter que masticaba el odio y el rencor a partes iguales.
Con el paso de los años
he ido descubriendo que con nuestra fe, ese misterio que nos empuja a
reclamarle cuentas al que está en un altar sin dejar que el que habita en el
sagrario se cobije en nuestro corazón, nos sucede algo parecido.
Las gentes del sur somos
de palparnos, de manosearnos, de besuquearnos; nos vemos por la calle y no nos
conformamos con el saludo de las palabras: solicitamos sentir el roce de la
piel, precisamos ver el ajetreo de la sangre discurrir por nuestra ropa, insistimos
en ver las llagas del dolor ajeno, tal como lo hizo aquel discípulo, apodado el gemelo, que tuvo la valentía de dudar
de su maestro cuando los demás callaron.
Y como él, que solo
mostró la debilidad de sus creencias por ser un humilde ser humano, por aquí
tratamos a Dios de una manera especial.
De ahí que para
agarrarnos a ese clavo ardiendo que dormita entre cirios gastados y retablos
carcomidos, tengamos que pellizcarle la barba o aferrarnos a sus heridas
descoloridas.
Y es por eso que en estos
días necesitamos tocarlo para convertirlo en nostalgia cuando la calle nos
pueda, y que busquemos el roce de sus bordados con las suplicas aguadas en
nuestras miradas, y que enhebremos salud y fuerza en cada oración solo rota por
un ¡ole! cuando un izquierdo nos zarandee
el alma.
Y seguiremos siendo los
culpables directos de que las maderas se desgasten con los nudos de nuestros
problemas; de que sus manos pierdan los barnices cada vez que las limpiamos con
los pañuelos de la esperanza; de que el tiempo -ese villano que se cree ser el
dueño de nuestras huellas-, se sienta ignorado cuando el tic-tac de esta semana no lo marquen sus segunderos.
Por todo esto, y por
muchas más cosas que os contaré otro día, estoy seguro de que Santo Tomás era -
y vivió su fe-, como la gente del sur.
La gente del sur y S.Tomas, buena tesis, espero la continuacion de esta historia, tu siempre genial...saludos..
ResponderEliminarEs mágnifico, muy oportuno en estas fechas y con las formas de manifestar el pueblo su religiosidad.
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