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De vez en cuando...



Serían las seis y cuarto de la tarde cuando decidió finiquitar aquella nueva aventura.

Llevaba varias semanas sin apenas encontrar la concentración necesaria para poder siquiera pasar apuntes a limpio, y ante los consejos de su madre, decidió pasarse por la biblioteca del centro.

Allí tampoco fue capaz de lograrlo. Cada vez que alguien llegaba o se ausentaba a fumarse un cigarro, él no perdía de vista el eco de sus pisadas, y sin querer darse cuenta en su cabeza iba conformando una historia, iba imaginando un nombre, iba tejiendo un pasado,... hasta que abría los ojos y se culpaba por ello. 

Masticando ese agobio, recogió sus libros, se calzó su mochila, bajó las escaleras de manera precipitada, se ausentó de la sociedad colocándose sus auriculares para no escuchar los latidos de un corazón apocado, y puso rumbo a su casa.

Necesitaba sentir el aroma que sólo las paredes de su habitación podían darle; era el único lugar del mundo donde su propia piel no le agobiaba, donde las preguntas sin respuestas no le atosigaban, donde sentía la libertad al descalzarse, y donde encontraba el arropo a sus miedos entre el rumor de sus versos, siempre sus versos.    

Pero al cerrar la puerta de su cuarto, sintió una bofetada de culpa en sus mejillas al verse reflejado en aquel viejo espejo; entonces quiso huir de nuevo, quiso correr de nuevo, quiso escaparse de nuevo, quiso abandonar y quiso abandonarse,… pero sus pies se anclaron en aquellas lagrimas que, una vez más, correteaban por su rostro.

        El protagonista de esta historia puede ser cualquiera de nosotros; todos, en algún momento de nuestra vida, hemos perdido el norte, hemos escuchado cantos de sirenas equivocados, hemos sentido el miedo sonreír junto al fracaso; hemos desandado el camino, hemos mirado por encima del hombro, hemos gritado para defendernos; hemos dado portazos, hemos contestado como no era debido, hemos escupido en la mano que en su día nos dio de comer,…

Pero de vez en cuando hay que soltar amarras, hay que reconocerse en ese espejo y hay que llorar, soltar lastre, limpiarse por dentro y enjuagarse la cara por fuera; entender que las piedras con las que uno tropieza no son solo nuestras, puesto que no hay nada que nos pertenezca bajo el sol, y aceptar, de una vez por todas, que solo somos humanos, y que no somos perfectos.

Cuando los tinteros de los agobios se rebosan y no se encuentran explicaciones a los silencios, la que más sufre sin duda alguna es el alma, ese abrazo de terciopelo que te rodea la mirada desde que caminas acurrucado entorno a un vientre, y amigo mío, ese alma que tú y yo tenemos hay que escucharla, hay que mimarla, hay que rodearla de palabras que otros antes nos dijeron, que otros antes nos regalaron.

No te enquistes, no te culpes, no te calles, y siempre que necesites alzar la voz, primero pídele a tu mano que se levante; será el primer paso para que tus gritos callados permitan levantarse en la oscuridad de la noche.

Tu alma te lo agradecerá.

Comentarios

  1. A veces los silencios hacen más daño que las palabras. Hoy, las tuyas, son muy sabias, Alberto.

    ¡Qué bonito escribes, no me canso de decírtelo!

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  2. Alberto, habemos much@s que no podemos con nuestro propio ( YO ).. muy buen articulo ...saludos..

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