Desde
hace años, en
el bolsillo trasero de mis pantalones llevo doblado un pequeño papel de estraza,
dividido en dos columnas y delimitado por una raya blanca, que cada cierto
tiempo tengo que repasar.
Esa
frontera se repasa con una tiza gastada por los bordes, y con lágrimas o
suspiros voy agrandando esas dos columnas en las que voy anotando aquellos
oficios para los que sirvo, aquellos sueños que llegan a verse cumplidos o aquellos
cálices que de mi vida debo de seguir alejando para poder seguir respirando.
En
definitiva, recordatorios que voy haciéndome de lo que puedo y de lo que no
puedo hacer con mis miradas.
Hasta
hace unas semanas, el ser famoso ocupaba el primer lugar del ranking de la
derecha, ese del que huyo a pasos agigantados.
Compréndame.
Cada uno tiene sus manías y sus fobias, y a mí la verdad que vender segundo a
segundo cómo suena el ritmo y el compás de mis latidos como que no lo veo.
Y
si hablamos ya de que alguien fotografíe mis perfiles… ¡con lo que me costó que
me hicieran la foto para el recuadro de arriba, Dios mío!
Como
les decía, ese lugar lo dominaba ese objetivo tan tombolero y tan deluxe, hasta
que apareció en escena el ser jurado popular, arrebatándole esa primera posición,
creo que de por vida.
Pero
que quieren que les diga. Es para quitarse el sombreo y aplaudir eternamente la
labor de estas nueve personas anónimas en el caso Bretón, pero ser jurado es
una de esas experiencias de vida que por nada del mundo me gustaría vivir en
mis carnes, porque, ¿quién soy yo para juzgar a nadie, con pruebas o sin
pruebas, con ADN o sin ellos, con restos óseos o sin restos, si solo soy un
simple ciudadano y apenas tengo conocimientos en leyes? ¿Esa labor no compete a
los profesionales del derecho?
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