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Calentando motores


De nuevo noto su presencia cerca de mí.

Le está costando más trabajo que otros años llegar, pero su aroma, esa esencia que desprende su cintura, ese danzar de puntillas sobre el alambre del consumismo, ese desgarro en forma de villancico de la tierra, son huellas que sólo ella sabe dibujar en el tiempo.

Durante años caí en la trampa de su letargo, en el abrazo de su llegada, en el sonrojo de su mirada; al marcharse me prometía esperarla en la vuelta de la esquina, pero antes me sorprendía, acariciando mis mejillas con los primeros fríos de la noche.

Aunque este año ha sido diferente…

Al detener el coche a la altura de lo esperado, allá por los medios de Cristina, la he visto empaquetada y entre vallas, no vaya a ser que se arrepienta de haber venido, no vaya a ser que se escape de entre las manos de los que aún tienen que exprimirla, tomando su nombre en vano.

Y de aquí a nada su presencia se desbordará.  

En cuestión de horas se irá acomodando en los probadores de los escaparates, allá donde la falsedad se queda a dormir, allá donde la luna nos devuelve reflejos de lo que no somos, allá donde la ilusión se esconde entre las lágrimas de los que no tenemos nada que perder al cerrar los ojos.

Y antes de que nos demos cuenta, habremos caído en sus garras, al ver el alumbrado de las calles, al leer los primeros mensajes, al despedirnos con las buenas intenciones, al hojear revistas de juguetes,…

Dicen que es el encanto de la Navidad, esa pátina que algunos utilizan como maquillaje antes de salir de casa para ocultar su verdadera piel, ocultando su maldad, su odio, su mala baba.   


Allá en el horizonte ya se oyen los tambores de la hipocresía calentar motores. 

Que Dios nos coja confesaos.

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