La vida, ese regalo del
que no somos merecedores, se acuesta a los pies de nuestra cama siendo muy
injusta en las noches de luna llena.
Algunas veces se pasea
por entre suspiros y abrazos dejando un aroma de impotencia y de rabia a su
alrededor, y se jacta de ir marcando cicatrices que tardan en curarse.
Una de ellas acaba de
nacer sobre la piel de Teresa.
A sus veintipocos años
cumple con el mandato de perseguir su sueño yendo a una universidad fría y
desangelada para graduarse -algún día-, como una abogada que pueda defender a
los demás, sin que nadie la defienda a ella.
Hace eso que los
profesores tanto demandan en los alumnos de hincar los codos, desde bien
temprano hasta bien tarde, saliendo de su cuarto solo para respirar y para almorzar.
Por su sangre lleva la
constancia, eso don que tanto le envidio y que hace que sus notas, año tras
año, la hagan sentirse orgullosa de sí misma y de sus innumerables esfuerzos.
Y como premio a toda
esa labor de formación y de educación el Estado ha tenido a bien el otorgarle
una beca de 60 míseros euros.
Si no lo han leído
bien, se lo vuelvo a repetir: ha recibido 60 euros.
Estimado señor Wert, me
gustaría que abriera los ojos de una puñetera vez y que dejara de mutilar las
ilusiones de los que como esta estudiante no se gastan el dinero de su beca en
el Zara o en el Bershka porque aprendió de pequeña que dos más dos pocas veces
son cuatro.
Hay gente que nace con
estrella y a ti a mí, querida Teresa, solo nos queda luchar para que no nos pisoteen,
rezar para que nuestro Dios nos escuche y hacer lo que tu abuela y mi madre
tanto nos enseña cada día: apretar los dientes.
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