De pequeño me enseñaron
la diferencia que existe entre la Iglesia como institución y jerarquía y la
iglesia que se da entre un grupo de personas.
La que se escribe con i
mayúscula (I) hace referencia al edificio físico en sí, ese que sólo pisamos en
bautizos, bodas, entierros y comuniones, mientras que la que trazamos con la i
en minúscula (i) se corresponde a la que se da cuando un grupo de personas se
reúnen en torno a la figura de Jesucristo.
Algún erudito en la
materia tomará la palabra para corregirme y para indicarme que mis pasos andan
equivocados, pero por mi experiencia de vida he dejado de creer en esa Iglesia
que esconde sus miserias en cepillos con candados para acercarme más a la otra,
esa que componen miles y miles de creyentes que se adhieren al anonimato para
ayudar al prójimo sin pedir - ni recibir-, nada a cambio.
Les hablo de los que
dejan su casa y su familia durante un par de horas al día y se van a dar de
comer a los que por avatares de la vida perdieron su norte.
Les hablo de los que se
acercan al verdadero Jesucristo de nuestros días, esos que duermen sus
vergüenzas entre cartones y harapos mientras los demás nos creemos mejores
personas porque la suerte nos ha sonreído de distinta manera.
Les hablo de los catequistas,
sobre todo los de confirmación, esos que trabajan a pie de campo, en las
trincheras de la juventud con las únicas
armas de la palabra y la fe para dar a conocer a un Dios que a veces nos
retuerce los caminos entre piedras y más piedras.
Desde aquí os doy las
gracias por vuestra entrega, vuestro compromiso, vuestra paciencia… y sabed que
gracias a vuestra labor la huella de Jesús conformará los cimientos de la verdadera
iglesia.
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