Cada
vez que se acerca el día de Andalucía me viene a la memoria el recuerdo de mi
buen amigo Fernando.
Por avatares de la vida
este amigo estudió alemán, sabiendo bien pronto que su futuro profesional
estaría cerquita de Angelita Merkel, dejando atrás familia, amigos, sueños,…y
las puestas de sol de su Valdelagrana natal.
Antes de establecer sus
latidos en tierras germanas se pasó un verano
haciendo camas en la zona uno de Londres para aprender a conjugar
perfectamente el verbo to be en
presente, en pasado y en futuro.
Y decía que suelo
acordarme de él porque una vez me contó que tras una jornada laboral coincidió
con otros españoles en un pub inglés y que cuando supieron que era andaluz
daban por hecho que tendría gracia, arte y compás para venderse por dos pesetas
echando una pataita en un improvisado
fin de fiesta.
Esa noche se le quedó
clavada en algún rincón de su memoria y cuando regresó a casa aprovechaba
cualquier charla para embriagarse de nuestra cultura, nuestro arte, nuestras
fiestas,…
Pero pronto se dio
cuenta de que ser andaluz encierra mucho más que una simple etiqueta que
algunos se empeñan en subtitular.
De hecho, mi Dios -un
gitano que mora en una iglesia sevillana- se olvidó de darme la gracia andaluza
para tocar la guitarra, de regalarme el quejío suficiente para entonar una saeta
o me ha privado del arte de saborear un eco de risas tras contar unos cuantos
chistes verdes,… y no por ello me siento más inferior que ningún otro andaluz.
Por mis venas circulan
pellizcos carnavaleros, me gusta oler a incienso al llegar la primavera, sé
bailar sevillanas,…
Llamarse andaluz
encierra mucho más que levantarse en armas un día al año para pedir tierra y
libertad bajo una bandera blanca y verde, y eso me lo enseñó mi buen amigo Fernando.
Comentarios
Publicar un comentario