En este idilio constante que mantengo
con mi destino, él sabe mejor que nadie -porque así se lo he dicho-, que cada
vez que pierdo una batalla suelo regresar a mi viejo barrio buscando lamerme
las heridas.
Adosado cerca del centro,
con la sencillez por bandera y sin puertas que lo protejan, es allí donde mis
raíces se hundieron para formar todo lo que hoy creo ser.
Cuando llego a esa casa
donde mis primeros pasos echaron a rodar, con la luna dibujando sueños de
barriada, recorro las mismas calles en las que de pequeño solía corretear tras
una pelota, insistía en soltarme de manos sobre una bicicleta, o esquivaba mis miedos
al pensar en hacerme mayor.
Cierro los ojos y veo
danzar de puntillas sobre mi piel la mirada de aquel amigo buscando un cómplice
para construir castillos en el aire; de aquella niña que soñaba cada tarde con
bailar sobre tacones por medio mundo; de aquel tímido compañero de viaje que, prendado
de un imposible, agachaba su cabeza cada vez que escuchaba a lo lejos a unos
rizos perderse entre los callejones.
Me gusta sentir esa
suave sonrisa dibujarse en mi cara al encontrarme aun las pequeñas sombras de
mis cicatrices pintadas sobre un asfalto cansado y envejecido.
Me gusta ver a mis
vecinos sacar en verano sus desvencijadas sillas de playa para esperar que el fresquito
de la noche alivie la pesadez de su día a día.
Me gusta saludar
mirando a los ojos a aquellos que crecieron junto a mí y que a estas alturas no
se avergüenzan de crecer donde crecieron.
Quizás le falte solera,
le falte historia, le falte quererse un poco más a sí mismo,…
Me siento orgulloso de
dónde vengo, de hacia dónde apuntan mis pisadas y, sobre
todo, de saber quién
soy.
Sé que mi viejo barrio
tiene mucha culpa de esto.
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