Siempre
he pensado que cuando uno llega a ostentar un cargo público, o simplemente ese
cargo que se ostenta trae consigo el reconocimiento de una parte de la
sociedad, hay que andarse con ojo con todo lo que se dice, con todo lo que se
hace e inclusive, con todo lo que se piensa.
Principalmente porque
la misma sociedad que te encumbra y te premia con ese reconocimiento, aunque
pueda parecer adormilada y que hace oídos sordos cuando llega una feria o llega
un Rocío, tiene memoria selectiva, y guarda bajo su piel todo aquello que pueda
volverse en contra de sus propios intereses.
Es el precio que hay
que pagar y que figura en la letra pequeña de ciertos sillones.
No hay cosa que peor digiera
que se rían en mi cara con una media sonrisa de prepotencia cuando el error no
se puede disimilar con más excusas.
Creo en las personas y
por ende creo en sus fallos, puesto que nacimos con ellos y con ellos tendremos
que morir, pero lo que no soporto es que tal y como mueren los días al caer la
tarde me intenten ver lo blanco como negro.
Porque gracias a este
sociedad sumisa para lo que le conviene, siempre habrá un oído escuchando,
siempre habrá un lápiz apuntando y siempre habrá un móvil dispuesto a
inmortalizar un segundo que, se quiera o no se quiera, pasará a formar parte de
la eternidad, y de nuestro pasado.
Así que, como diría el
bueno de Julio Cesar si estuviera viviendo hoy en día, usted que lleva la vara
de mando, usted que es la cabeza visible de mi ciudad, usted que cada noche se
acuesta a sabiendas de cómo respiran los callejones de este pueblo, no sólo
debe de ser honrada, sino también debe de parecerlo.
Háganos -y hágase-, un colosal favor: cuíde su
imagen
Comentarios
Publicar un comentario