Hacía años que se esquivaban la mirada. Se sentían
cerca el uno del otro -pues respiraban bajo el mismo techo-, pero llevaban varias
décadas sin sentirse, sin rozarse, sin sufrirse como lo hicieron antaño.
Ambos
escucharon muchas veces eso de que hay amores que son malditos… pero a la vez
inmortales… y este podría ser uno de ellos.
Aquellos
que tuvieron la suerte de verlos juntos siempre supieron que los dos fueron
felices; él vaciándose en cada nueva pedalada… y ella ofreciendo lo mejor de sí
misma en cada nuevo empuje, en cada nueva curva, en cada nueva aventura.
Nunca
les importó ni la hora, ni el día, ni el cansancio…
Cuando
se fundían entre sudores -por sus venas y sus tubulares-, notaban navegar sobre
su piel a la libertad; contaban que hasta a la propia sombra le costaba trabajo
perfilarse sobre la carretera.
Sin
embargo, el destino suele esconder piedras en el camino difícil de entender,
difícil de sortear, difícil de aceptar… y tras la caída más inocente todo se truncó.
Tras
aquello, jamás hubo una mala palabra, un reproche alimentado de maldad, un
lamento a lo que sucedió.
Pasó
porque estaba escrito en aquella hoja de ruta.
En
aquel trozo de asfalto no sólo se quedó para siempre la sangre y el sudor de un
enamorado de la bicicleta, sino centenares de lágrimas calladas… pues ellas
supieron antes que nadie que aquel sería el final.
Siempre
me pregunté si alguna vez volvería a verlos por algún rincón de nuestra ciudad…
y la otra tarde -en medio de esta fiesta montada alrededor del inicio de la
Vuelta-, los vi cogidos de la mano, sin miedo al dolor y con la mirada
ilusionada que de vez en cuando envuelve a los amantes.
Creo
que al fin han aceptado que por mucho que pase el tiempo… su amor seguirá
siendo inmortal.
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