Hace
poco volví a abrazar las manos de un alfarero.
Eran
rudas, con las arrugas del pasado bordeando los límites de su piel y, -aunque cansadas-, llenas de aliento;
las estuve observando un rato, y sentí que aún tenían fuerzas de sobra para seguir
creando vida.
Es
un oficio varado en la memoria, sencillo, paciente,… donde sólo interviene el
barro y el agua.
De
un trozo de masa son capaces de generar recuerdos que colgarán del alero de la
eternidad.
Y
en cierta forma eso es lo que miles de educadores de la etapa de Educación Infantil
van a sentir cuando el curso eche a rodar en pocas horas.
Sé
por experiencia que la primera visita a una clase de infantil es dura, no sólo para
los más pequeños, sino también para estos docentes que suplen con cariño, con
paciencia, con serenidad… todas las carencias y las envidias de esta sociedad
que nos ha tocado en suerte.
Y
tienen en la ilusión de un trabajo bien hecho el aliado perfecto para cumplir
con su cometido.
El
profesor de la eterna sonrisa amasará -en el tiempo-, ese barro que apenas
levanta un palmo del suelo y que llega hasta las aulas con una maleta más
grande que sus huellas.
El
profesor de la eterna sonrisa -desde la
primera mirada-, anclará todo un mundo de emociones a un corazón sobresaltado y
aun con miedo a latir por sí sólo.
El
profesor de la eterna sonrisa -arropado en sus batas blancas-, harán que sus
sueños puedan ser perseguidos.
Reseguirán
sus llantos; harán que los colores y las formas del mundo tengan sentido;
inventarán paisajes y personajes con los que puedan jugar cuando duermen; construirán
ilusiones a partir de los puentes de la imaginación; regarán las raíces donde
sus pies crecerán el día de mañana;…
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