Cuando elegí ser maestro escuela sabía que muchas
cosas con las que no comulgo en mí día a día me las tendría que ir tragando,
más que nada porque a fin de mes uno cobra una nómina contante y sonante, y ese
dinero hace cambiar de opinión al más pintado.
Y
en mi caso mucho más, porque como siga así la cosa voy a tener que ser yo el
que pague por ir a trabajar.
Pero
les decía que hay cosas que tengo que asumir por válidas dentro de mis ideales
como docente -por miedo o sumisión-, como por ejemplo el que en las escuelas
perdamos el tiempo en celebrar efemérides tales como el Día de la Paz -con su
correspondiente suelta de palomas- o que festejemos el Día de Andalucía bajo el
eco de sevillanas y dándoles de comer a los niños su correspondiente pan con
aceite.
Es
tan ridículo y carente de creatividad que luego así nos luce el pelo.
Pero
la palma de esto que les cuento hoy se la lleva el “Día del Padre”, puesto que competir contra El Corte Inglés y su
catálogo de regalos es complicado, máxime cuando los recursos que nosotros
tenemos en el aula se basan en cartulinas, tijeras, colores, pegamentos,… y
unos alumnos que se están criando en la era digital.
Pero
el jueves pasado -día de San José- la saliva que tragué al finalizar el regalo
de este año tenía un sabor especial.
Vino
de un alumno huérfano de padre.
Al
ver su marca-páginas acabado, se le iluminó la cara.
Y
al preguntarle varios compañeros que dónde lo iba a colocar, él nos confesó que
lo pondría pegado en la ventana de su cuarto, porque desde allí se ve la luna y
su papá -que estaba allí-, lo vería todos los días.
Ante
respuestas así… ¿Entendéis ahora porque me hice maestro?
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