De entre las muchas cosas que no soporto de un
político hay una que nada más verla me araña las tripas; lo siento por ellos,
pero es ver esa imagen que proyectan ante nosotros al llegar las campañas
electorales, y me entran ganas de vomitar.
Vomitar
porque las mentiras se multiplican cuando hablan de manera exaltada en esos
mítines que con tanto glamour y cariño preparan los afines a su partido.
Vomitar
porque no son capaces ninguno -absolutamente ninguno-, de aceptar sus fallos,
reconocer sus errores y borrar de sus labios ese "y tú más" con
el que escurren el bulto y miran la viga en el ojo del político ajeno.
Y
vomitar, sobre todo cuando paseo por las calles de mi ciudad y veo que sus
paredes, sus farolas, las marquesinas de los autobuses,... están inundadas de
fotos a todo color donde brillan esos eslóganes tan origínales y esas malditas
sonrisas irónicas con las que pretenden darnos coba para seguir alimentando sus
bolsillos y sus paraísos fiscales.
Seamos
fuertes. Intentemos pasar de largo. Ignoremos y olvidemos esas impolutas
sonrisas.
Porque
de no hacerlo, caeremos en el juego que nos proponen cada cuatro años, cuando
todos estos sinvergüenzas -capullos, gaviotas y especies sin clasificar- se dan
la mano para salir juntos de sus cloacas, con la cara lavada, el discurso bien
aprendido y las promesas una vez más maquillando sus palabras.
Juego
en el que por cierto nosotros sólo somos piezas de atrezo, simples convidados
de piedra, votantes que asentimos con la cabeza mientras nos pisotean la
dignidad, la esperanza, el trabajo,… y donde nunca ganaremos, hagamos lo que
hagamos, votemos lo que votemos,… puesto que las reglas de este juego siempre
las determinan ellos.
El
día que encuentre a un sólo político que no se ría de mí en mi cara, ese día prometo
recoger mi vomito de la calle.
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