Es lo que pretendo cada semana desde el rincón de
este Diario. Escribir. Con el pretexto de un título y un puñado de palabras en
los bolsillos, me gusta colarme ante tus ojos y dejar que sea tu voz la que le
ponga acento a mis latidos.
Unas
veces con más acierto. Otras con menos. Pero con el objetivo de que siempre que
leas algo mío, no te haga falta mirar mi nombre para saber quién te está
susurrando a los oídos.
Y
con el de hoy van cien domingos dejando entreabierta la puerta de mis escritos.
Entre
estas líneas me he desahogado, he ajustado cuentas con el destino y me he despedido de amigos y familiares hasta
siempre; he llorado masticando rabia… y he masticado tanta rabia que a veces me
han hecho hasta llorar; me he perdido, me he encontrado y -como buen hombre que
soy-, me he vuelto a perder.
Para
un simple junta-letras como yo, es mucho más que un regalo el saber que tan sólo
una vez -sólo una vez-, hayas detenido tus impulsos en esta columna.
Házmelo
saber, y siempre estaré en deuda contigo por eso.
Pero
no hay nada que me haga especial. No hay ningún secreto en esto que hago. No
hay nada que ocultar. Sólo levanto la vista y rebusco más allá del horizonte.
Yo
solo te cuento cómo se ven las cosas desde un viejo barrio, desde una vieja
casa, desde una vieja ventana que guarda la esperanza de verme marchar algún
día.
Y
llegado a este punto del camino, me doy cuenta de que me queda mucho papel aun
por emborronar. Que éste sólo es el comienzo de un tardío final. Que soy mucho más
que aquello que figura bajo los títulos que guardo bajo mi cama,…
Mis
huellas han querido detenerse así para seguir tomando aire.
Te
espero el próximo domingo…
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