Reconozco
que al llegar la Semana de Pasión desactivo el modo observación en el que
constantemente vivo, y me dejo arrastrar por todo aquello que mi piel y mis
sentidos son capaces de percibir a pie de calle.
Pero
antes de que volvamos a destripar la cruda realidad que nos ahoga el alma día tras
día, hay un pensamiento que quiero rescatar del tintero de las observaciones.
Y
es que, en la masa de la sangre del ser humano, hay una cosita que deberíamos
de hacernos mirar -incluido yo-, y no es
otra que la de escuchar la verdad,…y por ende, aceptarla.
Da
igual la verdad que sea y como sea.
Si
viene maquillada o con arrugas.
Si
llega a tiempo o a destiempo.
La
verdad es la que es… y por eso es la
verdad.
Resulta
curioso cómo se la reclamamos a los políticos, se la exigimos a nuestros
alumnos, se la pedimos a gritos a nuestros compañeros de viaje,… pero en cuanto
que nos llega a nuestros oídos una frase en forma de verdad desnuda, encendemos
todas las alarmas de nuestro alrededor pensando que nos están faltando el
respeto.
Decir
la verdad no es faltar el respeto; y echarle la culpa al que os la confiesa de
manera valiente no es el primer paso para aceptarla.
Porque
eso es lo primero que hacemos cuando alguien -mirándote a los ojos- nos pone
los puntos sobre las íes: atacamos, desprestigiamos, despreciamos,…
Si
lo piensas, de seguro que se te viene a la mente algún ejemplo de esto que os
cuento hoy; y de seguro que aun te acuerdas de cuál fue su primera reacción.
Mis
ejemplos me los reservo, porque ya tienen suficiente castigo con soportar la
cruz que su verdad trae consigo.
Al
menos les dije realmente lo que pensaba acerca de su verdad, pero
lamentablemente ellos nunca quisieron escucharme.
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