En
cuanto el día agote sus últimas horas, la Feria
del Caballo 2015 irá apagando sus luces, encajando la puerta y alguien dirá
aquello de “dígame que se debe aquí, si es que la felicidad puede pagarse con algo
de dinero”.
Felicidad
y dinero,… don conceptos que se repelen tan solo con pensarse.
En
siete días de calendario la ciudad se ha escondido en ese rinconcito de
sevillanas y albero para darse un respiro, buscarse el ombligo y escuchar
aquella vieja letanía que suspira por la vereda del tiempo de que si se
quisiera un poquito más, estaría muy cerquita de la perfección.
Ha
sido una feria más que llevarnos al bolsillo de las nostalgias, ese hilo
invisible que nos ata a lo que un día fuimos y que dice mucho de lo que hoy somos.
La
de este año ha sido de calor -de muchísima calor-, pero que en cada una de sus
casetas se ha vuelto a presentar diferente a las demás; no digo ni mejor ni
peor, simplemente envuelvo mi pensamiento a la palabra diferente.
Diferente
por su carácter abierto hacia propios y extraños.
Diferente
por su juego de sombras cuando los rayos de sol la toman de la cintura.
Diferente
cuando se deja llevar por ese alumbrado que rivaliza en belleza con el reflejo
silente de la luna.
A
veces no es lo que tiene esta feria… es lo que esta feria tiene muchas veces.
Una
charla con los amigos, un abrazo con tintes de verdad, un brindis por lo que
fuimos; un baile de sevillanas, una mirada al pasado, una pará en el camino; unos
zapatos envueltos en vida, una lagrima que se pierde por las mejillas, un
abanicarse bajo el sol del tendido;…
Desde
la portada hasta la calle del infierno, todo en nuestra feria tiene un sabor
diferente… Ni mejor ni peor… Simplemente diferente…
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