Con los primeros compases del mes de julio, las retransmisiones del Tour de Francia piden
permiso para colarse en el salón de casa para disfrute de los amantes de las
dos ruedas, aun a sabiendas que de la mano de cientos de castillos y paisajes
deslumbrantes se encuentra agazapada la peor de nuestras enemigas: la siesta.
Sobre
todo cuando las etapas son de más de doscientos kilómetros, en el perfil no hay
ninguna cota de montaña y la llegada se va a producir al sprint.
A
veces me pongo a pensar si habrá un maridaje más perfecto que ver a esos
hombres esquivando rotondas y caídas, mientras que uno está reposando la
comida, con el siseo de un ventilador aliviando las calores, los pies descalzos
besando el suelo,… y esperamos el momento oportuno para levantarnos y regalarnos
a nosotros mismos un buen trozo de helado.
No
sé desde cuando me gusta este deporte que tiene en la ronda gala la mayor de
las perfecciones organizativas y estéticas,… pero sé que por seguir la machada de
ese pelotón de locos me he perdido muchas horas de piscina, de descanso, de lecturas,…
Y
es que mirándolo por donde se mire, lo que hacen estos hombres de suspiros y
barros es una auténtica brutalidad, ya que día tras día -con el único motor de sus piernas y su
mente-, son capaces de llevar sus cuerpos a límites insospechados, con el único
objetivo de alcanzar la gloria o evitar dejar su nombre escrito sobre el
asfalto de alguna cuneta.
Dejando
a un lado el veneno del doping -que haberlo, probablemente lo haya-, la
emoción, la tensión, el espectáculo que estos deportistas nos brindan cada
tarde es digno de aplaudir.
Quédense
con la constancia, la voluntad, el coraje que hay tras cada pedalada de esa
serpiente multicolor,… y disfruten.
Tour
de Francia… que bonito nombre tienes.
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