Cada vez que intuyo que al verano le quedan pocas
horas de sol, le pido a la luna que me ayude a envolver aquellos pequeños
placeres veraniegos que a lo largo de estos meses se han ido trazando sobre el
moreno de mi piel.
Es
un pequeño regalo que me hace ver que el secreto de la vida se encuentra en las
cosas simples y sencillas.
Y
entre estos placeres de los que les hablo, está el hecho de haberme afeitado
solo un par de veces a la semana, abandonar en el armario a los pantalones largos
y el dejar que el reloj que marca el tiempo de mi día a día jugara con el tic-tac del segundero sobre mi mesita de
noche,… y no sobre mi muñeca izquierda.
Otro
de los placeres que sin duda guardaré en mi memoria fue el ver cómo el Sevilla
jugaba otra final europea, aquel paseo de hace una semana por Sanlúcar de la
mano de la mujer que amo y disfrutar del silencio que uno escucha cuando se
está nadando en una piscina mientras los niños están haciendo la digestión.
Echarse
en la cama sin destapar la sabana, la siesta después de almorzar, ducharse con
agua fría; no tener que pagar el ORA en el centro, caminar descalzo por la
casa, no tener que comer potajes o pucheros; quitarle las pilas al despertador,
pedir un deseo tras una puesta de sol, saborear una buena barbacoa entre
amigos;…
Pero
tengo claro que uno de los mayores placeres que traen estos últimos días de
agosto es saber que a la vuelta de la esquina voy a volver a mí puesto de
trabajo, el que me permite pagar facturas y caprichos y por el que cada noche
rezo para seguir conservándolo.
Sin
duda alguna,… no hay regalo más esperado que el saber que tenemos un lugar
donde poder volver.
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