En un par de días, el mes de los inicios, el de las
agendas escolares y el de la vuelta a la rutina será un recuerdo más sobre
nuestra piel, pariendo en su último aliento un nuevo otoño por descubrir.
Se
trata del mes de septiembre, ese alfa y omega donde tantas cosas mundanas
empiezan a escribir su propia historia.
Siempre
en boca de todo el mundo, sobre el horizonte de su llegada uno puede leer la
caricia de nuevos retos, de nuevos compromisos, de un querer cambiar la actitud
para enderezar los renglones torcidos de nuestro día a día.
Y
en medio de esa amalgama de días y de esperas, de forrar libros nuevos y de entender
que nos vamos haciendo mayores a pesar de nuestro espíritu de niños, por un
rendija del calendario se nos coló la festividad de la Patrona, el Día de la
Merced, una fecha marcada a fuego con la tinta roja del descanso y en el que un
Madre con la cara tiznada de rezos volvió a echarse a la calle para repartir
bendiciones con su sola presencia.
Elegante,
portentosa, sincera… así pudo encontrarla todo aquel que fuera a su encuentro -este
año sin su templete-, dejando un susurro sobre nuestras conciencias para que
entre todos evitemos que su casa, la casa de todos los jerezanos, se nos caiga
a pedazos.
Yo
fui a buscarla en el ocaso de la tarde, cuando el sol se asomaba de puntillas
sobre la lejanía sin ganas de despedirse de Ella.
Yo
fui a rezarle al pespuntarse sobre el cielo las primeras sombras de la noche.
Yo
fui a guiñarle un ojo como señal de que sin el faro de su mirada, mis torpes
huellas caminarían a la deriva de las dudas, de las preocupaciones, de las
vacilaciones,…
Y
Ella me volvió a conquistar, diciéndomelo todo de manera silenciosa…
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