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Perdónanos...



El cuerpo sin vida de un niño de tres años aparece varado en la orilla de una playa turística turca. Viste una pequeña camiseta roja que jamás volverá a ser envuelta en manchas de chocolate y las olas golpean en silencio un diminuto pantalón azul que se ha quedado con las ganas de ver a este inocente crecer.

A escasos metros de esta dramática escena, un policía -incrédulo ante lo que está viviendo-, se acerca hasta él para socorrerlo con la esperanza de que aún se pueda aferrar a un hilo de vida.

Demasiado tarde.

La barbarie humana ha vuelto a hacer de las suyas y ha firmado -con la sangre de esta inofensiva criatura-, un nuevo capítulo para enmarcar de nuestra mezquindad humana.

Pero esta vez tenemos una fotografía que ha recogido su último aliento, convirtiéndola en el símbolo del drama de miles de refugiados y despertando la voz interior de nuestras conciencias.  

Aunque algunos al verla hayan hecho lo que hacen siempre que se les muestra el horror y el salvajismo de nuestra raza: mirar para otro lado; los que hemos tenido agallas para detenernos en ella un par de segundos, masticamos impotencias y nos echamos las manos a la cabeza pensando si no habremos perdido el norte.

Pequeño Aylan, perdónanos, porque me temo que tu muerte habrá sido en balde; has zarandeado al mundo durante un par de horas, pero el mundo está demasiado pendiente de la Merkel, de la portería del Madrid, de la Panto y de la Esteban,…  

Pequeño Aylan, perdónanos por haberte arrebatado la infancia, las risas, tu primer beso; por no dejar que descubrieras que la vida es un regalo que se nos presenta sin envolver; por impedir que en esa playa levantaras castillos de arena… y no la fosa de tu propia tumba.    

Y pequeño Aylan,… allá donde estés… perdónanos porque no sabemos qué estamos haciendo. 

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