Puede parecernos mentira, pero hace ya una semana
que no se oyen rumores de tambores en la lejanía y las puertas de las Iglesias
sólo se ven inundadas por el arroz de las bodas y no por los nervios de las
esperas.
Es
lo que esconde en sí la llamada de un Dios que envuelto en maderas y barnices
decide salir a la calle a vernos la cara.
La
ciudad se ha quedado en calma, las conversaciones en las terrazas se conjugan
con los verbos en pasado, y las nostalgias se adueñan de los latidos y los
cansancios.
A
mí aún me duelen los pies, tengo periódicos amontonados por los rincones de casa
y ahora comienzo a vivir esa otra “semana
santa” que me dura todo el año y que me hace más fácil sobrellevar el peso
de mis días.
Se
me antoja difícil resumir en un par de líneas todo lo que esta semana me ha
aportado, pero déjenme quedarme con las miradas que provocó a su paso ese suspiro
de Dios al que muchos siguen hincándole el diente, tomando su nombre en vano y
enarbolando banderas y guerras injustificadas y cobardes.
Déjenme
que me quede con las bolas de cera de los niños, con el revuelo de las capas recién
estrenadas, con las estampitas que me iban dando y se iban amontonando en los
bolsillos de las chaquetas.
Y
déjenme que me quede con las lágrimas que no pude contener cuando le vi la cara
al dueño de las duquelas del tiempo después de siete años, con esas calles en
las que una bulla sorteaba rezos, con esos instantes en los que los hilos del
alma comenzaron a ensartar abrazos y esperanzas.
Soy
cristiano y cofrade por la gracia de Dios, y no me avergüenzo de ello, por eso
permítanme que después de una semana me siga quedando con Él.
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