Desayunaba
la otra mañana junto a un grupo de madres con las notas de sus hijos bajo el
brazo y le dieron un soberano repaso a todo aquel que se dedica al noble oficio
de enseñar.
Días después no cambio
ni una coma de los distintos discursos que allí escuché porque recibí una auténtica
lección de humildad.
Y es que verán ustedes,
yo soy maestro y defiendo mi oficio a
capa y espada allá donde haga falta, pero admito que para llevarlo a cabo muchos
nos envolvemos con la tiza de las excusas.
Me sobran dedos de una mano
para reconocer a compañeros que admiten sus errores a la hora de trasmitir
conocimientos y que confiesan que su labor es mucho más que ponerse delante de
una pizarra y enseñar las letras del abecedario o el concepto de fracción.
Pero es que el maestro
nace, no se hace.
Y el título que te dan
en la Facultad de Ciencias de la Educación
no sirve de nada si uno mira a sus alumnos con prepotencia en las clases; si
vende a compañeros en un despacho de dirección en busca de un mejor puesto de
trabajo; o si no se dan cuenta de que los padres y madres no son el enemigo a batir
en este sendero de rosas y espinas.
Detesto la desidia y el
acomodamiento de muchos de los míos que no son capaces de entender que la educación
es un lienzo que se pinta cada día con lápices de colores.
Detenerse en el camino
y analizar los fallos de nuestro oficio nos hará mejores profesionales; reconocer
nuestros fallos y admitir que no somos perfectos nos hará mejores personas.
Queridos compañeros: Compartamos.
Aprendamos. Disfrutemos al tender nuestras manos y sintamos la felicidad de ver
crecer la vida a nuestro alrededor recordando cada día que no somos héroes, sólo
somos maestros.
Comentarios
Publicar un comentario