Si en estos días nos detenemos por un momento en ver cómo
camina el mundo, probablemente acabemos enrabietados y con ganas de detenernos
en la siguiente estación.
Es lo que tiene tener
tantas ventanas cuyos reflejos se pierden en el atardecer de los demás.
Pero como el hacedor
que mueve nuestros hilos supo de este pequeño contraste, para solventar ese
pequeño error nos puso el corazón de los amigos al alcance de nuestras miradas,
y el de mi amigo Lolo es de esos
corazones que palpitan entre risas y silencios.
A su manera -y con sus
cabreos los cuales me hacen más daño a mí que a él-, me está enseñando que la
vida es un vaivén de momentos, un carrusel de confesiones y una pincelada de
felicidad que hay que saber trazar bajo el compás de las horas.
Así, mi felicidad se
encuentra hoy por hoy en un paseo por la orilla de la playa cuando el mar se
está sacudiendo la sal de sus heridas; si estás leyendo esto, te espero una
tarde.
En una charla con
personas cuyos ojos asienten con cada una de mis palabras y sufren con cada una
de mis lágrimas.
En un simple mensaje de
buenos días; en una canción compartida entre gritos; en que alguien confíe en ti
cuando ni siquiera tu soledad lo hace por ti y esa persona no sabe siquiera de qué
color son tus ojos.
La felicidad es un
instante que pretendemos que sea eterno, como esos suspiros que entrecortados
salen de nosotros cuando tenemos imposibles cosidos a la palma de los sueños.
La felicidad es un
abrazo que recibes sin venir a cuento.
La felicidad es
pretender que la vida se congele justo cuando alguien te susurra te quiero.
Pinceladas de felicidad…
Persíguelas. Son las únicas
pinceladas que podrán darle color al gris de tu día a día.
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