De
un tiempo a esta parte los domingos por la mañana los tengo reservados para montar
en bici, aprovechándome que por las calles de nuestra ciudad apenas hay gente y
que por muchas esquinas las persianas se andan cerrando para irse a dormir.
Es un paseo leve el que
suelo dar, no vaya a ser que mi espalda se revele y me quite este espacio donde
soy completamente libre.
Entre pedalada y
pedalada, aprovecho para pensar en mis cosas, en mis artículos, en mis
proyectos,… notando cómo la ciudad se relame sus heridas, se busca a sí misma y
comienza suavemente a desperezarse por las esquinas del olvido.
Y me resulta curioso observar
que el ritmo de la vida se vuelve pausado al llegar este instante de la semana,
acrecentándose el ruido en las cafeterías, dejando que los despertadores se vuelvan
mudos y viendo a decenas de personas que en su vida han hecho deporte
enfundarse a ropas llamativas y recién estrenadas con la sana intención de
ponerse en forma.
Supongo que ese es el
aroma que trae en sus bolsillos los domingos; supongo que cada uno de los aquí
presentes tiene una forma de aprovecharse de él.
Al llegar el domingo es
como si nos diéramos una tregua a nosotros mismos y dejamos por unas horas que
se vayan a descansar las preocupaciones que tanto nos aprisionan el día a día.
Llega el domingo y
hasta la piel se nos vuelve de otro color, a sabiendas que es el único momento
de la semana que tenemos para dejar que el tiempo avance a sus anchas y que la
rabia, la impotencia o el mal humor se regeneren para enfrentarse con fuerzas a
una nueva hoja del calendario.
Son los domingos, ese
refugio que aún no nos han quitado a los soñadores y que nos permite seguir viviendo.
Aprovechémonos de él.
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