Cada cuatro años suelo
plantarme delante del televisor y tragarme todos los deportes olímpicos que vayan
emitiendo, amén de todos los resúmenes y las ceremonias de Inauguración y
Clausura.
De hecho, aún conservo por
casa algún muñeco de Cobi, la
mascota de los Juegos de Barcelona´92.
Los de este año en Rio2016 serán mis novenos juegos
conscientes de ello, y espero que alguien del Comité Olímpico Internacional premie mi fidelidad de alguna manera
especial.
Pero hablando en serio,
soy un enamorado del Olimpismo y de
todo lo que conlleva ese mundo de esfuerzo y compañerismo; recuerdo con mucho
cariño que uno de los primeros trabajos que hice en mi vida cuando iba al colegio
y era buen estudiante fue precisamente sobre la Historia de las Olimpiadas y sobre una de esas figuras a las que
uno admira desde la lejanía y la envidia: el barón de Courbertin.
Unos Juegos Olímpicos no es sólo una reconciliación
del ser humano consigo mismo y con el deporte, sino que lleva cosido a su ser
todo un decálogo de valores que de aplicarlos en nuestro día a día, seguramente
la vida sería mucho más bonita y jugosa de lo que ya es de por sí.
Lucha, pasión,
esfuerzo; trabajo, dedicación, compromiso; disciplina, confianza, ansías de
superación,…
El Olimpismo es una filosofía de vida, una forma de encarar cada
amanecer y la manera que tiene cada deportista de enfrentarse a sus propios
miedos, límites y logros, teniéndonos a nosotros como testigos crueles para reírnos
de ellos cuando su nombre cae sobre la lona sin caer en la cuenta que detrás de
los focos y de los aplausos existe una historia personal y un mundo de
sacrificios que sólo se verá recompensado si se regresa a casa con una presea colgada
al cuello.
Disfrutemos por tanto de
este regalo que nos hace confiar aún en el ser humano.
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