Hace años que no creo en el ser humano. Me da miedo
ver por dónde caminan las huellas de
este tiempo y desconfío del que gobierna, del que sale por la tele, del que se
cruza conmigo y contigo al bajar la basura.
Siempre
fue así, y no pienso cambiar de opinión sobre esta raza prepotente y chulesca.
De
un tiempo a esta parte, vivimos en la burbuja de colores y felicidad que nos
ofrecen las redes sociales, esa ventana fotografiada donde todo el mundo sonríe
y que dista mucho de la verdadera realidad, esa que se cuece en la calle, esa
que sale en los telediarios, esa que te zarandea el alma cuando te das cuenta
de que el mayor enemigo del ser humano es su mirada de ser humano.
Y
esa mirada -por muchos filtros que queramos ponerle-, está tiznada de sangre,
de maldad, de rabia.
Se
escuda en la bandera de la religión y del dinero para matar, para acabar con la
vida de latidos inocentes, para implantar el terror en una sociedad que no se
da cuenta de que las velas, las banderas a media asta y los minutos de silencio
en los campos de fútbol no sirven para nada. Absolutamente para nada.
En
esta guerra que todos libramos, las armas que utilizamos son muy diferentes.
Nadie
apaciguará el dolor de esas familias a las que les han arrancado la vida de
cuajo; nadie se explica por qué la palabra odio tiene que cargar sus tintas en
la sangre de jóvenes adolescentes; nadie entiende que el miedo es un silencio
que algunos saben cómo alimentar.
Pero
no pasa nada. Hagamos como siempre. Miremos hacia otro lado y sigamos creyendo
que esta cadena de atrocidades sólo se da lejos de nuestras fronteras.
Quizás
el día que abramos los ojos, sea el día que alguien nos obligue a cerrarlos.
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