Hay varias cosas en este mundo de las que me siento realmente
orgulloso, entre las que destaco siempre que puedo mi educación salesiana, mi
corazón de sevillista y mi título por partida doble de Maestro de Educación
Primaria y Educación Infantil.
Pude
haber sido médico o periodista, pero elegí una vida entre pupitres, babis y
llantos en el mes de septiembre.
Y
ahora que los cuadernos de dos rayas ya tienen la primera hoja escrita con
buena letra, me van a permitir que les explique por qué este simple
juntaletras se siente orgulloso de ser un maestro escuela.
Soy
maestro porque me gusta pensar que estoy dejando a mis espaldas un mundo mejor,
porque no creo en la burocracia del sistema educativo y sí en las sonrisas de
mis alumnos, y porque el futuro no sirve de nada si a las generaciones
venideras no se les forma desde el cariño y desde la sinceridad que cada uno
lleva en sus bolsillos y cicatrices.
Soy
maestro porque soy un inconformista que le gusta pensar que la vida merece la
pena cuando se suspende, que es mejorable cuando se aprueba y que es
maravillosa cuando uno recoge los esfuerzos de decenas de años al recibir una
beca el día que cierras una puerta y abres otra aún más ilusionante.
Y
soy maestro porque delante de un grupo de niños soy libre, nadie me hace daño,
y muestro mi verdadero rostro, ese que oculto a muchos mayores porque sé que
sus miradas están envueltas en envidias y rencores.
Les
aseguro que no me hice maestro ni por las vacaciones ni por el sueldo, pues se
reirían al saber lo que disfruto y cobro.
Como
en su día le leí a Emilio Lledó…
“Enseñar no es sólo una forma de ganarse la vida, sino que es -sobre todo-, una
forma de ganar la vida de los otros.”
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