Hay
una calle en Jerez, plagada de adoquines y sombras, que guarda en los escombros
de las tardes el nombre de una dolorosa que no llora, agrieta de llanto los
atardeceres. En esa misma calle, justo cuando la primavera anda pariendo
azahares, es donde la grandeza de lo cotidiano se ha vuelto costumbre, es donde
los hambrientos de fe calman sus dudas silabeando sonetos a medio voz, y es
donde los azulejos de los apellidos son una cornada abierta a los recuerdos, a
las nostalgias y a las hogueras donde el orgullo quema sus raíces. Y es
precisamente en esa misma calle, levantada entre medinas y huellas descalzas,
donde este escribano de barro suele posar la mirada sobre una reja de capirotes
azules, precisamente cuando el ajetreo del día a día solo me da para nombrar a
Dios entre un arrastre de prisas.
Es
lo malo de tener prisionero al tiempo en un reloj de pulsera.
La
calle, las sombras, los azahares... todo es un lienzo que Jerez tiene en la
alacena de sus costuras, y presume de ello cuando a los de fuera se les convida
a brindar con vino de esta tierra sobre un pliego de abrazos y sonrisas. Y ese
lienzo, en un par de días, volverá a descolgarse del retablo de las penumbras
para colarse por las vidrieras de nuestros huesos, hinchándose el pecho de
nuestro corazón al encontrarnos con una dolorosa que no llora, acuchilla su
rostro con el salobre de las promesas. Vayan a su encuentro. Déjense llevar por
la locura de su aroma. Vivan el momento y guarden en la retina de su alma esa
mirada fragmentada en dos que ni el umbral de los silencios ha sido capaz de explicarse,
porque está tallada en ese pasillo donde la vida se relame heridas y
cicatrices.
Acompáñenla
en su traslado de ida a la Catedral, oríllense junto a su palio de tules y
escuchen cómo sus hombres de abajo rezan avemarías con sabor a trabajaderas en
cada palmo de alpargata. Es un regalo que el destino nos ha envuelto antes de
tiempo para que los villancicos se canten a piano, para que el hijo del
carpintero juegue con su primera procesión de juguete y para que las naranjas
muden su piel a pétalos de plegarias. El mes de diciembre pronto saldrá a la
luz. Sus vecinos de calendario me cuentan que anda nervioso porque va a ver
cómo Madre de Dios volver a reinar en las atarazanas de las albarizas.
Esta
casa estará allí para contarlo. Jerez debiera de estar allí, despierto, para
vivirlo. Y mi sangre, la misma que me corre por las venas, también estará ese
día a su lado, agotándose por la Virgen de la Amargura si fuera necesario y
donándola inmaculadamente si con ello pudiera calmar el suspiro más grande de
esta tierra.
Son
las cosas del destino.
Son
las cosas de la Virgen.
Son
las cosas de la Madre De Dios...
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