Soy carnavalero. Y lo soy todos los días del año. Los
que me conocen de siempre, sufren conmigo esta pasión. Los que creéis conocerme,
estáis a tiempo de sopesar si os compensa o no esta forma de vida.
Después
de muchos febreros y estribillos, admito que el carnaval es una forma de entender
el mundo que me rodea.
De
ahí que suela ir por la calle con unos casquichis en los oídos y canturreando
por lo bajini presentaciones y pasodobles, intentando evadirme de la maldad que
me rodea y espantando los males que me acechan.
Es
un veneno y una forma de querer a Cádiz, esa ciudad cuyo horizonte se camufla
con la luz de la tarde para seguir sobreviviendo.
Es
una forma de escuchar al corazón del viñero, el latido del beduino, el sentir
del que lleva sobre su piel el tatuaje invisible de amar y ser amado en un
rincón de piedra, de sal y de espuma como el que conforma la tacita de plata.
Es
sentir el susurro del levante, bucear en las azoteas tendidas de las
preocupaciones, perderse entre los callejones de la historia; es olvidar el
reloj y dejarse llevar por las coplas, por los tipos, por los silencios del
Falla; es divinizar a personas de carne y hueso, en cuyos huesos y carnes se
ancla la admiración, el respeto, la envidia…
La
ciudad -y su carnaval-, te abren sus puertas, tiran la llave al fondo de su mar,
te enseñan sus entrañas, no se guardan nada para sí,… y a cambio sólo esperan
que no maltrates a su gente, a sus barrios, a sus rincones… y que respetes y
quieras a sus poetas de barro, esos que en cada puesta de sol la toman de la
cintura y componen versos con tinta de coloretes.
Eso
es Cádiz, la costilla donde Dios, probablemente, vino a nacer…
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